Durante la Baja Edad Media las ciudades de Occidente se convirtieron
en grandes centros consumidores de carne. Consumir carne
de buey o de res dejó de ser un privilegio de los miembros de la
casa real, de la aristocracia y del clero para erigirse en un rasgo
distintivo de la alimentación de los habitantes de la ciudad por
oposición a la dieta de los campesinos. Barcelona no fue una excepción.
La capital catalana disponía de canales de distribución
que la abastecían regularmente de ganado. Los carniceros eran
una pieza clave. Como hombres de negocios, eran considerados
popularmente como el paradigma del estafador que se aprovecha
de la necesidad de la gente. En Barcelona el desprecio de los
profesionales de la carne se manifestaba en la actitud del gobierno
municipal a la hora de controlar un negocio sucio, contaminante y
violento, a la vez que imprescindible para la ciudad.